17 de enero de 2012

Volver: los extremos y las cenizas del diskette

El mundo digital requiere velocidad y un comportamiento casi instantáneo. O no. Ayer se cumplió un año desde mi último texto para Juego de Palabras. Hoy deja es lugar, con este otro texto, escrito en Noviembre y publicado hoy, casi dos meses después.


Es una forma de volver.


Aquí lo que escribí allí, atrás en el tiempo y en la distancia.


La intención de título era, y sigue siendo: “Los extremos y las cenizas del diskette”.
Cuando uno combina melancolía, reencuentro y calles de Buenos Aires llega a un punto en el que la confusión es válida. La sorpresa, la admiración, la silenciosa observación, el sentido de pertenencia.


Podrán decir algunos que esa mezcla se logra en cualquier lugar a donde uno llega, para volver a transitar, años después, las calles que le dejaron alguna huella en el alma.


Pero como suele decirse, la reina del Plata tiene ese nosequé que la hace diferente, y que transforma a los que viven o vivieron en ella... El surrealismo cotidiano, que en los locales es costumbre, pero que asombra al que es y no es de acá.


En 48 horas pude ver, o mejor dicho volver a constatar, la identidad única e inconfundible de esta ciudad, que es sin duda una de las grandes ciudades del mundo. Cuando diez años atrás me lo dijo un gran amigo que hoy llora a San Lorenzo desde el cielo pensé que su exageración era enorme como el cruce de la 9 de Julio o la tristeza por un campeonato albiceleste cada vez más lejano.


Pero están acá y son ciertas: la identidad única y la persistente presencia de sus palabras.


Lo porteño, con su gente y sus contradicciones.


Como un diskette “de tres y medio” tirado en el piso frente a una de las torres más emblemáticas del Bajo, donde casualmente se aloja una de las empresas que es sinónimo de alta tecnología en el mundo.


El diskette (debo pensar si poner un link para quienes nunca vieron uno ni saben que existió, por las dudas, pueden ver la foto o googlearlo) está justo ahí, tirado, esquivado, ignorado. Ilustra el pasado y el presente congelado en una foto de un país que parece que pasa más tiempo mirando y protestando por el pasado que construyendo el futuro. Cuando lo vi por primera vez lo comenté con dos amigos y regresé al día siguiente para sacarle la foto. Pisoteado por una muchedumbre que lo ignora, lo volví a encontrar. Y lo dejé ahí para no cambiar el equilibrio de su propio ecosistema.
Ahí debe estar todavía, en su privilegiado hogar en Paseo Colón, desapercibido como una de las marchas de protesta que crucé, a puro bombo y platillo, que deambulaba por calle Florida casi inadvertida.


Esta es una ciudad donde una marcha pasa por una calle y se escurre entre los transeúntes como si fuera una garúa más breve que un tango, uno de esos que son bien cortos. El único que esquivó la marcha fue un perro, que se metió en una librería a esconderse del ruido. Los vendedores se reían, del perro (y el chiste fácil pero efectista de uno de ellos... “miren, otro vendedor perro que viene a laburar acá”), de la marcha protestona que avanzaba rumbo al Ministerio de Trabajo, y de mi, que me reía de ver cómo se reían y de lo ridículo de la situación.


Tierra de vivos y ventajistas, de insultadores de un Messi que está en prácticamente cada vidriera, adoradores del Diego que desde el Medio Oriente tiene más prensa que la Presidenta, de gente que vive en la mayor concentración del mundo combinada de psicoanalistas, cafeterías, alfajores, sandwiches de miga y camisetas de fútbol de todos los equipos importantes del planeta.


En Buenos Aires se puede comprar hasta la versión de la camiseta Argentina campeona en el prehistórico mundial del 86, en versiones original y trucha (falsa, para los que no conocen la jerga). Quizá se haya inventado hasta una semi-trucha. Y en el mismo lugar compiten por la billetera las pilchas con la foto del Che, Gardel, Homero Simpson o cualquier ícono del mundo global.


Calles de gente que anda apurada en los últimos metros del destino pero se puede sentar a “perder” (o casi con seguridad “ganar”) tiempo en un café. Lugar de gritones que manejan el multitasking a la perfección porque están acostumbrados a escuchar la conversación propia y ajena, entre el rugido de los motores de los Mercedes Benz que se empecinan en largar el humo más negro, espeso y anti-ecológico que se pueda imaginar. Locos lindos que arreglan el mundo en un ratito de charla en una mesa, o explican el por qué es imposible arreglarlo. En ambos casos, tienen razón, mejor no discutirles.


Ciudad de gente que está hiperconectada con uifí (wi-fi). “Es una ciudad de extremos”, me dijo Eduardo, remisero que me llevó a Ezeiza y me explicó que su auto tiene uai-fai (lo pronunció en inglés), quien con precisión sociológica me describió que es normal que una manifestación no llame la atención porque los porteños tienen y conviven permanentemente con los extremos.


Eduardo me comentó, también, que dejó su trabajo de empresario en el mundo discográfico para manejar su auto, porque es menos estresante. Atentos todos aquellos que protestan del vértigo de la vida: apunten esto... si creen que tienen estrés manejen un par de horas un auto en Buenos Aires y después hablamos... Y para los mercadólogos y marketineros de las grandes empresas, sigan de ejemplo a Eduardo: en una ciudad, en un país y un mundo en el que muchas compañías no le prestan atención a sus clientes, un remisero tiene wi-fi para darle un servicio único a pasajeros que, según el mismo confirmó, probablemente no vayan a andar nunca más en su auto.


La gente hace a la ciudad y es la sangre de sus venas, circulando a borbotones entre adoquines de principios de siglo pasado y modernidad tecnológica, arquitectónica y de pensamiento. Pero también acepta, cómo no, lo retro como una moda. Buenos Aires, Argentina, donde en una dependencia pública o semi-pública los que trabajan, entre trámites, chatean por Facebook y ven videitos de Youtube de Sumo, una banda que desapareció hace décadas tras la muerte por cirrosis de su líder Luca Prodan.


En una paradoja de dos pisos, los videitos retro, además, satirizan a los gobernantes que están a cargo de la entidad donde están los empleados que se ríen de ellos mientras trabajan; chatean y se vuelven a reír, incluso de y con los que se ríen de ellos, como yo, con una mezcla de complicidad y admiración (de mi hacia ellos.... del otro lado probablemente sea lástima con un “señor”). Los felicito por Sumo, por lo retro mezclado con medios sociales. Por reírse de ellos y hasta de los que les dan trabajo.


Ya terminó el yira yira y mientras escribo esto voy terminando de saborear el coctel notable de melancolía y reencuentro, previos a la partida demorada de regreso a mi vida, tras las cenizas del volcán que se mezclaron en el aire, en la mente y en el corazón, y me dejaron varado un día en uno de los mejores lugares que hay en el mundo para tener un día de más, con tiempo para pensar en los extremos y en lo curioso de sentirse en casa a miles de kilómetros de distancia.

16 de enero de 2011

Saber que uno es algo

A veces es bueno saber que uno es algo.

La definición básica sobre la cual construir la realidad que nos rodea. O intentar cambiarla.

La única certeza absoluta corresponde a lo que algún día no seremos.

Más allá de lo que nos muestre el espejo, nuestras intenciones, lo que la sociedad indique o el "entorno" espere, debemos intentar saber con claridad quiénes somos. Definir lo que queremos ser y hacer hasta lo imposible para lograrlo.

El tema es complicado. Hay que separar lo que creemos que somos, lo que realmente somos y lo que queremos ser. El esfuerzo de entender -o aceptar- todo esto puede llevar décadas y quizá no podamos completarlo nunca.

Sin embargo, la dificultad no debe suspender el intento. El suspiro de la vida es demasiado importante como para dejarlo pasar con la cabeza en la almohada. Dormirse, en la intrascendencia o los laureles, es imperdonable.

La realidad de ser alguien que no queremos ser, o de apartarnos demasiado del ideal que pretendemos, renunciando a nuestras ilusiones, debe corregirse.

Al fin y al cabo (expresión literal en este caso) todos terminaremos con alguien diciendo en un momento frío el "no somos nada" de ocasión.

Esa verdad debe dejarse para la resignación del día después.

El regalo de la vida viene envuelto con la obligación moral de hacer algo razonable, plausible y merecido con ella.

16 de noviembre de 2010

Expectativas y logros

En el imperio de la avaricia, lo bueno, bonito y barato es ponderado como lo ideal.

En el reino de la abundancia los excesos hierven hasta derramarse.

En el andén del conformismo y la complacencia, quizá nos podamos sentir bien con lo bueno, aunque sea feito y carito.

Y, en algunos casos, hasta lo que es regular -incluso en el borde de lo malo- puede servirnos para lograr lo que esperamos o necesitamos.

El eterno debate entro lo ideal y lo posible tiene múltiples matices según la actitud y la forma de ser de cada persona.

Creo que hay algo claro en la discusión: si en la búsqueda de lo óptimo nos negamos a reconocer los avances obtenidos, perderemos la capacidad de alegrarnos por lo que es posible conseguir.

Si podemos bajar al menos levemente la expectativa de lo que consideramos ideal, la exigencia será más liviana, y la felicidad más frecuente.

Entonces, una fórmula a considerar es buscar siempre lo mejor, pero sin enloquecerse con objetivos inalcanzables, mantener la capacidad de apreciar los logros y, también, valorar el recorrido, más allá de los obstáculos o tropiezos en el camino.

En esa búsqueda, unos minutos pueden ser una vida; un abrazo, la convivencia; unas palabras, El Quijote de la Mancha; unos últimos instantes, un recuerdo para siempre; un estribillo, la canción más maravillosa; unas gotitas de agua o de vino, la diferencia entre el vaso medio vacío y el corazón medio lleno.

Nos vemos en el prôximo instante. En un reencuentro. Con expectativas bajas, para superarlas nuevamente.